miércoles, 21 de septiembre de 2016

¡Yo soy cubana, compay!

Hoy regreso sobre un tema del cual escribí hace casi un año, comentario que titulé Una pelea cubana ¿contra las barbies? El mismo abordaba mi preocupación por una tendencia creciente, que amenazaba con enraizarse entre los más pequeños de casa: la veneración por las producciones foráneas.

En aquella ocasión recibí la crítica de algunos lectores y el agradecimiento de muchos. Sin embargo, la muestra más bella de creatividad y de que cuando se quiere es posible hacer grandes cosas, me llegó a través de mi padre, de manos de Luis Octavio, artesano matancero al cual admiro, no solo por ser un fiel defensor de la cubanía, sino por contribuir con su obra a que las nuevas generaciones se identifiquen con ella.


Era la foto de una mochila de cuero, que había confeccionado a su hijo cuando inició la escuela, hace casi más de una década, en la cual se leía: Mochila de Daniel, ¡Soy cubano, compay! Los restantes elementos consistían en la bandera cubana y las historietas de Elpidio Valdés.

No sé si el niño, a su edad, pudo comprender el gesto del padre. Pero si la maleta hubiera sido mía, creo que hubiese sido la alumna más orgullosa y feliz de la clase. Lamentablemente resultan muy pocas las iniciativas de ese tipo, y más las tendencias a reproducir una moda importada, alejada de nuestras raíces, valores, costumbres e idiosincrasia.

Así lo pude comprobar cuando Gabriela, entusiasmada con su primer día de escuela, me mostró la caja que llevaría al iniciar preescolar. Walt Disney y todo su séquito de princesas sellaban el conjunto escolar de la pequeña, que además había costado una fortuna a su madre.

Un poco irritada indagué por otros animados que era “casi ley” conocer en mi infancia: Elpidio Valdés, Cecilín y Coti, Guaso y Carburo, Chuncha… Pocas fueron las palabras para ellos, en cambio supo explicar cada detalle de la princesa Sofía, la Doctora Juguete, Jake y los Piratas… Así también dio una disertación sobre los pingüinos y leones, mientras que escueta resultó la mención al tocororo o el almiquí.

No dudo que los planes de estudio y los maestros, con su extrema paciencia y metodología, sabrán incorporar estos conocimientos a sus pupilos. No obstante, ¿cómo reforzarán y fijarán lo aprendido en un contexto tan adverso, en el que desde la ropa y accesorios hasta los animados que consumen, reflejan a una sociedad diferente a la cubana y son elaborados por una industria cultural que pretende consolidar otros valores?

Los espacios los hemos cedido y perdido nosotros mismos. Desde los audiovisuales que realizamos y trasmitimos, poco atractivos y carentes del dinamismo y efectos que exigen estos tiempos y que en nada se contraponen a la defensa de nuestra identidad; hasta una industria textil y de accesorios deprimida que no utiliza nuestros símbolos a su favor y en ocasiones reproduce los ya trillados clásicos extranjeros.

A ello se suma la voraz competencia del mercado no estatal, que oferta como plato fuerte su colección de barbies estilizadas en carpetas escolares, libretas, sufrideras… ¿Y si en la escuela no se aceptaran este tipo de conjunto? A nadie le queda duda que entonces Chuncha regresaría también a estos espacios.

Y aclaro, no estoy hablando de prohibir. Si no de dejar atrás la ingenuidad y de hacer valer de una vez lo autóctono, a precios accesibles. No que solo salgan esas propuestas cuando son pagadas en dólares por quienes, allende los mares, pretenden exhibir un pedazo de Cuba.

Está en juego el amor, la pasión por lo propio, lo nacional, que tan bien saben incentivar industrias como la norteamericana. Está en juego la identidad de las nuevas generaciones que, a fin de cuentas, serán quienes levanten nuestras banderas, pero para ello habrán de conocer la historia, de dónde vienen y hacia dónde van.

Yo esperanzada espero volver a escuchar aquella frase con la que solíamos despedirnos de pequeños, imitando a ese clásico de la cinematografía cubana: ¡Hasta la vista, compay!


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