Alguien lo sugirió en Facebook entre los tantos
comentarios hechos a una publicación que exaltaba la presencia de símbolos
foráneos en prendas de vestir y otros artículos destinados a los niños. ¿Por
qué no celebramos un Día Nacional de Elpidio Valdés? Si a fin de cuentas
importamos otras tradiciones que nada tienen que ver con nuestros símbolos y
costumbres como los Reyes Magos o Halloween, ¿por qué no desempolvar al gustado
animado, al menos una vez al año?
Confieso que la idea tuvo pegada, al menos
virtualmente, sobre todo en buena parte de una generación, en la que me
incluyó, que creció venerando al manigüero mambí que se colaba, cada tarde, a
través de las pantallas en el imaginario de los más pequeños de casa.
En ese tiempo deleitarse con un episodio del coronel
del Ejército Libertador, creado por Juan Padrón, era más divertido que asistir
a una clase de Historia, y prendía la chispa mambisa en los infantiles
corazones, dejándonos caer a cuentagotas lecciones de rebeldía, cubanía,
cultura y tradiciones iniciadas con nuestras guerras de independencia, que
ayudaron a forjar el carácter del cubano y a conformar la identidad nacional.
¡Hasta la vista compay! ¡Arriba caballero! O ¡Eso
habría que verlo, compay! son frases que los nacidos en los 80 o 90 aprendimos
e incorporamos a nuestro lenguaje asumiéndolas como códigos propios de
comunicación, y dándoles todo el peso que conllevaban desde su mismo origen
insurrecto y rebelde.
La propuesta aunque tentadora, no pasó de ser eso,
otra iniciativa que cuelga en el aire, en espera de que alguna institución la
asuma como propia y la generalice, o al menos lo intente, y cree la
infraestructura para ello, cuestión más difícil en tiempos en que la economía
vive momentos convulsos.
Pero a veces la economía no es, necesariamente, un
factor que mella la creatividad. Recuerdo el día que en el intento de adquirir
algún juguete original para mi bebé llegué hasta una de las casas de la Calle
Medio especializadas en la venta de estos artículos y en ¡sorpresa!, hallé en
uno de los estantes a Elpidio Valdés cabalgando en Palmiche, de plástico y sin
un acabado perfecto, pero allí estaba.
No dudé y di los 25 pesos, moneda nacional, que por él
pedían. Sus rasgos eran casi irreconocibles, y quizás Pedrito no lo trataría
como un juguete más entre tantos, pero ya me encargaría yo de explicarle cuando
entendiera lo que simbolizaba aquel muñequito.
En días de
wifi, Internet, videojuegos, tablets y celulares; en tiempos en que resulta más
fácil encontrar ropas y otros accesorios en un mercado de productos
mayoritariamente importado, en el que las producciones nacionales ocupan un
ínfimo espacio en las tiendas, es muy difícil hallar alternativas a precios
módicos que contengan al animado u otros exponentes autóctonos.
Y no me refiero a las mochilas o shores con la imagen
de Elpidio Valdés o los pulóveres con la detective Fernanda que venden algunas
tiendas de la cadena Caracol, a precios lucrativos. Hablo de una oferta más
intencionada, pensada, con buena factura, y por supuesto costeable, que enamore
desde niños hasta los más adultos.
Temo que con la premura de la cotidianidad, y la
influencia cada vez más fuerte de la industria cultural foránea que nos
bombardea con sus efectos especiales, animados en 3D, y princesas glamurosas
olvidemos, cambiemos o, más lastimoso aún, desconozcamos nuestros orígenes, y
terminémonos sumidos en la ignorancia y apropiándonos de patrones alejados de
nuestra sociedad y los valores que defendemos.
No tengo nada personal contra lo extranjero, pues
conocer lo de afuera forma parte del acervo cultural propio y nos ayuda a
comparar y establecer puntos de referencias. Más, me duele que se venere lo
ajeno y se le reste importancia a lo de esta tierra. Somos un país rico en
símbolos, y no hablo de los típicos clichés o estereotipos, somos lo
suficientemente fuertes culturalmente para librar una pelea contra dólar y
cañón.
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