Ya está en la calle. Como pan caliente se ha
extendido entre la población matancera y me atrevo asegurar, si tenemos en
cuenta las estadísticas aportadas por los medios de comunicación masiva, que en
el resto de la Isla ha sido similar la adquisición.
Como buen síntoma de sabiduría popular e interés
por el futuro inmediato de la nación, muchos cubanos hicimos una ligera pausa
ante el ajetreo que implican las vacaciones para comprar, por el módico precio
de un peso, el Proyecto de Constitución de la República de Cuba.
Sin convencionalismos ha comenzado la lectura
sosegada y consciente, el debate familiar o vecinal, la pregunta escurridiza
ante las dudas, el asentimiento reflexivo o la inconformidad oportuna debido a
algún artículo. El primer acercamiento a la posible carta magna inició, a mi entender con buen pie, una etapa
decisiva que tendrá su expresión en el proceso de discusión
popular a efectuarse en todo el país a partir del próximo 13 de agosto y hasta
el 15 de noviembre.
Un arduo
camino se trazará a partir de aquí, por el que los cubanos debemos saber andar
si, en verdad, queremos continuar cimentando la sociedad que necesitamos y
anhelamos. Es ahí precisamente donde radica mi preocupación: ¿Cuántos somos
conscientes de la responsabilidad adquirida en la construcción de nuestro futuro?
¿Asumiremos la elaboración de la nueva ley con el compromiso exigido por el
momento?
Me gustaría
pensar en positivo y creer que somos capaces de entender que la consulta popular será el espacio perfecto
para expresar criterios y proponer cambios; sin peligro de que pueda
convertirse en uno de tantos procesos monótonos, con participación nominal y no
activa, en el que no prime el diálogo franco y la improvisación.
Sin embargo, los recientes debates en la Asamblea
Nacional del Poder Popular demostraron que es posible hacer añicos la visión estereotipada y
errónea mostrada por algunos medios de prensa internacionales sobre la falta de
diversidad de criterios en Cuba. Nuestros diputados dieron la mayor lección de
compromiso con la defensa de los principios que deben regir la ley de leyes,
sin dejar de aportar la visión de ese pueblo con poder soberano que los puso
allí y será quien diga la última palabra.
Aun nada está aprobado. Nos toca ahora el encargo de
legitimar con la participación activa y directa, en franco ejercicio popular y
democrático, el debate y posteriormente el referendo constitucional. Definir,
entre otras cosas, a través de estos instrumentos de participación nuestros derechos
y deberes, los fundamentos de la nación y la estructura de gobernabilidad, con
la seriedad que implica proteger nuestro futuro y el de posteriores
generaciones.
Estamos ante un proceso novedoso, si tenemos en cuenta
que la última reforma constitucional ocurrió en 1976, y con escasos referentes
a escala internacional, pues en la mayoría de los países la participación
ciudadana se limita tan solo a dar el sí o no a la norma jurídica. De esta
forma queda suprimida la posibilidad de construir a partir de consensos y de la
necesaria sapiencia popular tan importante documento. Ese derecho queda
exclusivamente reservado a las élites políticas, de ahí el carácter clasista de
estos procesos en el mundo.
Sobre ello
Marta Harnecker en el Encuentro
Mundial de Solidaridad con la Revolución Bolivariana celebrado
en 2003 reflexionó: “Se habla de participación cuando la gente: asiste a
reuniones; sale a la calle a manifestarse a favor o en contra de algo; vota en
los procesos electorales; ejecuta determinadas tareas (…) Todas estas son, sin
duda, formas de participación, pero, a mi entender, la principal forma es la
participación en la toma de decisiones y en el control de la ejecución y
mantenimiento en el tiempo de las medidas adoptadas”.
El reto está
lanzado nos corresponde ahora definir quién decide nuestro futuro.
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