Durante mucho tiempo he escuchado decir sobre todo a
los más viejos que hay amores que matan, y aunque siempre dudé del enigmático
sentido de la frase, no fue hasta que apareció Etiam que comprendí el significado
en toda la amplitud.
Había conocido muchas formas y modo de profesar amor,
a la pareja, a los amigos, a las mascotas. También sabía de personas enamoradas
de la vida, del mar, de la naturaleza, pero llegar a querer a un cocodrilo:
¡nunca lo creí posible!
Etiam Arturo Pérez Fleitas, es una de esas personas
que te hacen creer en los amores imposibles. Sus ojos brillan cuando habla de
los reptiles, a simple vista se le nota que conoce y disfruta lo que hace.
“Es el que más sabe de cocodrilos, periodista”, me dicen
cuando indago por alguien que pueda enseñarme el lugar. “Domina la profesión
como nadie”, me explica solícito uno de los trabajadores del Criadero de
Cocodrilos de Ciénaga de Zapata. Por fin lo conozco, llega hasta mí y me pide
un chance para cambiarse, “enseguida estoy con ustedes”, me anuncia y se aleja.
A los pocos minutos regresa el joven biólogo, quien ahora se siente a gusto
porque va a mostrarnos su reino: los estanques de los cocodrilos.
Graduado en la Universidad de La Habana, quiso desde el
primer momento regresar a trabajar a su tierra, “como soy de Jagüey Grande, me
mandaron para la Ciénaga,
eso fue en septiembre de 2002. Al terminar la carrera lo hice con una pequeña
especialidad, sobre los arrecifes. En aquel momento el criadero pertenecía a la Pesca y existía un proyecto
sobre la cría de tilapia, es así como empiezo a laborar aquí manejando las
especies de agua dulce, los cangrejos y por supuesto los cocodrilos”.
“A los pocos meses ya había traicionado los peces y
me había quedado con los reptiles”, añade. Ante mi cara de espanto, me dice
contrariado “son animales interesantes, pero no como los muestran en las
películas donde se comen cualquier cosa desde un barco hasta una vaca, por
supuesto, son carnívoros y pueden ingerir todo lo que esté por debajo de ellos
en la cadena alimentaria”.
Lo dejo hablar, saborea contar cada detalle que lo
apasiona de estos animales: “según la etapa por la que atraviesen van cambiando
su modo de alimentación, cuando son pequeñitos comen ranas, insectos, anfibios,
peces y en la medida que van creciendo sus presas se hacen más grandes como
aves y mamíferos”.
Mientras caminamos por el reservorio donde más de 4
mil ejemplares de cocodrilo cubano disfrutan la calidez del clima, y observan
pacientes cuanto movimiento ocurre a su alrededor le pregunto si nunca le han sacado un susto
aquellos dormilones.
Ahora si se sonríe, y entusiasmado me cuenta: “Estaba
trabajando dentro de los corrales, eran como las 11 y media de la mañana, había
pasado como por 10 estanques más y el cansancio se notaba, entré y no vi el
cocodrilo. Eran muchos y me concentré en un grupo y se quedó uno pegado entre
la pared y una matica, y al pasarle por el lado me mordió, por suerte soltó y
no hizo lo que acostumbran hacer que es morder y rotar con mucha fuerza, al
punto de poder romper hasta un cuero de vaca. Me dejó unas cortaditas”, dice al
mismo tiempo que señala la cicatriz.
Cuando le pregunto que opina su familia de tan
peligroso trabajo, me explica que su esposa también es bióloga “solo que ella
escogió una rama más pasiva, se dedica a la protección de plantas, pero mi hijo
que tiene unos meses también va a ser biólogo como su padre” esgrime en su
defensa.
Aún no puedo entender porque se aferra a la idea de
continuar atado a este lugar, donde solo veo riesgos, peligros y la feroz
mirada de los habitantes del pantano, él puede percibir una profesión que lo
hace feliz. “Son muchos años trabajando con los cocodrilos y ya son como mi
familia, llevo tiempo viéndolos crecer y son como mis hijos, aunque me muerdan”.
Me alejo con aquellas palabras retumbando en los oídos,
mira que hay gente extraña, pienso, mientras reflexiono en lo grande que es el poder
del amor, tanto como para dejarse seducir por lágrimas de cocodrilo
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