Recuerdo la primera vez que visité un cine,
en el pueblecito de Pedro Betancourt, local que ahora yace en ruinas. Mi madre
me llevaba con frecuencia a apreciar aquellos clásicos de Walt Disney, bajo
cuya influencia creció mi generación.
Era pequeña entonces, y la gigantesca
pantalla me impresionaba. Por allí desfilaban la Cenicienta, Blanca
Nieves, la Bella
y la Bestia y
toda una gama de animados que cobraban vida al apagar las luces. Una fiesta de
colores inundaba la oscuridad; se revelaba para nosotros aquel invento que germinara
en 1895, cuando los hermanos Lumière expusieron su creación.
Con el tiempo aquel lugar que conocí en mi
infancia se transformó. En muchos poblados del interior de la provincia, el
deterioro de los equipos empleados para proyectar las imágenes, conllevó a que
se sustituyeran por los televisores y videocaseteras, y ya no fue lo mismo. La
magia de apreciar en gran formato las maravillas del séptimo arte quedó
atrapada en las reducidas pantallas de esos aparatos.
Muchos cambiamos, pues, el goce de asistir a
esos espacios recreativos por quedar en casa cómodos, disfrutando en el hogar
la posibilidad de compartir en familia un buen filme.
Sin embargo, en las ciudades, donde no
sucedió lo mismo. La mayoría de los cines conservan su infraestructura original,
aun así no gozan de alta popularidad y la concurrencia de personas diariamente
es muy baja, incluso cuando se proyectan estrenos o se acogen eventos como el
Festival de Cine Latinoamericano, del cual nuestra ciudad es subsede.
En ninguno de los casos se logra un gran
poder de convocatoria, capaz de movilizar a los yumurinos para presenciar el
espectáculo. Así se han ido perdiendo, al menos en la urbe, los escenarios de
socialización y disfrute colectivo.
La vorágine impuesta por las nuevas
tecnologías de la información a la sociedad, hoy conspiran contra su
reputación. El tráfico cotidiano de memorias y discos con producciones
extranjeras y nacionales hacen competencia a las salas recreativas.
Series, películas, musicales, novelas,
penetran los hogares, imponiendo los patrones de una industria cultural
foránea, que si bien escasea en valores, se perfila como más atractiva para las
actuales generaciones, formadas bajo la égida de la era digital, por el empleo
de modernos códigos comunicativos y visuales.
Son nuevas formas de disfrute del audiovisual
que se generalizan en la comunidad y que hasta compiten con la maltrecha
televisión cubana, que no satisface las exigencias de un público ávido de
productos de calidad.
Aunque muchos consideran que a corto plazo estos
espacios pudieran desaparecer, creo que más allá de la incertidumbre de lo que
pudiera pasar, resulta necesario repensar nuevas propuestas para revivirlos. El
cine cubano cuenta con una variedad de filmes interesantes que debieran aparecer
con mayor frecuencia en las carteleras de la institución.
Modernizarlos, acorde con las exigencias del
público, inculcar y fomentar desde tempranas edades la cercanía a los establecimientos
y defender el escenario otrora ganado por el séptimo arte entre los matanceros,
constituyen, sin dudas, retos que afrontar.
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