martes, 10 de diciembre de 2013

Derechos Humanos en Cuba: asistencia social garantizada



Todos los días lo veo cuando pasa por el frente de mi casa. Bien temprano como si no quisiera que el astro rey contrariara su cansado paso, se desplaza lentamente por la acera. Disimuladamente lo saludo: Buenos días Antonio, aunque sé que no puede escucharme bien, intento con una sonrisa amenizarle el amanecer.
Continúa su andar lento, por la vida, sus ojos agotados de tanto ver, primero las miserias del capitalismo, allá por los años 50, cuando la dictadura de Batista y el cruento Pilar García dejaron la huella de la masacre, en aquel asalto al Cuartel Goicuría. Tal vez su memoria ya no le permita trasladarse hacia aquella etapa, en la que dormía con un pan en la barriga, si podía ganárselo en su jornada de trabajo como zapatero.
Después cuando triunfó la Revolución, el primero de enero de 1959, tuvo la oportunidad de estudiar, superarse, obtener un empleo y constituir su familia. Se hizo maestro, fue a Nicaragua, formó parte de los hombres y mujeres que acabaron con la ignorancia en la tierra de Sandino.
Antonio dedicó su vida entera al magisterio, todavía algunos de sus alumnos lo ayudan a cruzar la calle, incluso hasta le leen el periódico, porque sus ojos ya exhaustos no lo acompañan como antes. En su diaria caminata hasta la Casa de Abuelos, rememora sus años mozos, “el tiempo es implacable”, piensa, la vejez es una etapa que a todos nos toca de cerca, aunque su lejanía, parezca abismal.
Los hijos de Antonio, no pueden atenderlo durante el día, sus dos pupilos laboran hasta la tarde, por eso pensaron que la mejor opción era que su padre quedara al cuidado de las asistentes sociales durante ocho horas.
Allí en la puerta de la Casa, lo espera Sandra, la dulce muchacha de ojos grandes, que lo invita a pasar. Enseguida un grupo de ancianos lo saludan, algunos en voz alta, lo invitan a una partida de dominó.
Así comienza el entretenimiento, seguido de las clases sobre la igualdad de género, que les imparte Maritza, la socióloga, porque hoy martes toca la superación al adulto mayor. En la tarde, después del almuerzo vuelven a la rutina diaria, el parchís, las damas y un poco de lectura culminan la jornada.
Se retira Antonio a su casita, allá en el barrio de la Playa. Antes de irse, su compañera de juegos, lo mira con el aplomo que dan los años y antes de despedirse, lo invita a llegar más temprano mañana.
Su mirada luce más animada, “como cambian los tiempos”, piensa, cuanto hubiera dado su padre, por terminar sus días de esta forma. ¡Qué grande es la Revolución, atrás han quedado los rezagos capitalistas! Toda una obra de amor, quien hubiera pensado que medio siglo después, los ancianos como él iban a acceder gratuitamente a la educación, entretenimiento y asistencia social.
¿Qué sistema es este que en lugar de relegar a sus abuelos, los cuida y protege? Distraído con sus pensamientos, siente una mano cálida que lo coge del brazo. “Venga mi viejo, que le ayudo a cruzar la calle”, dice un joven sonriente de uniforme azul. Antonio se sorprende. “No se asuste estamos en Cuba, aquí nadie lo va a secuestrar, solo que usted podría ser mi abuelo y no quiero que le pase nada”. Cuando lo deja en la otra acera, el muchacho se aleja.
Ahora si se convence que vive en Cuba, un sistema socialista nacido de una Revolución, que hoy recoge sus frutos: la lealtad de sus hijos. Antonio no luchó en la Sierra Maestra, tampoco en el Goicuría, pero está convencido que su tuviera que entregar la vida por algo sería por esto, ya no le queda la menor duda.

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